28 abr 2011

Capitulo X: La Ventana

Ágata salió temprano del banco con la excusa recurrente de ir al médico. Eran las cuatro cuando cruzó la puerta y esta vez no estaba el tipo de remera roja parado en la esquina. Esto alivianó su paranoia y aprovecho para perderse entre la multitud del microcentro. Sus pensamientos iban y venían vertiginosamente al ritmo del tráfico de la angosta vereda. “Un verdadero narcotraficante no vive en Caballito. Es raro que no quisiera hablar de su madre, me evadió dándome un beso. Me olvidé de hacer el registro de firmas al Sr. Chukosky! Mañana lo llamo. Ernesto me estará exagerando la historia por celos? No sería raro. Debería consultar a la bruja, a ver qué me dice.      
Llegaba a la boca del subte y se detuvo de golpe. El de remera roja ahora saltaba garrapiñadas en la esquina de Diagonal Norte. La vio, le hizo un giño y ella como en un acto reflejo se tapó la cabeza con la capucha del piloto.
El subte siguió su curso normal, ella bajo en Bulnes, en el antiguo barrio de su infancia, Palermo. Todo allí estaba lleno de recuerdos, las plazas, los kioscos, cualquier calle tenía una historia con sus compañeros de la primaria. Se acordó de Bianca y cuando empezaron a tomar solas el colectivo que en ese entonces era toda una aventura; de la guerra de frutos que una tarde se desató en la plaza, era todos contra todos con pequeños frutitos rojos del tamaño de una arveja, empezaban a florecer con la llegada de la primavera y los niños depredadores arrasaban con ellos; se recordó de niña decidiendo que ser bailarina cuando sea grande. De pronto las calles se cubrían de nostalgia, de niñez, de sueños antiguos, de vivencias imborrables.
Llegó a la calle Soler, donde antiguamente vivía Juan Esteban, cuando Palermo era otro Palermo, un barrio viejo, de casa bajas. Se encontró sorpresivamente con que la casa seguía existiendo y todavía no se había convertido en un moderno bloque de cemento como la mayoría de los terrenos de aquel barrio. Paró unos segundos para observarla mejor. La puerta de madera pintada de blanco con el cerrojo de bronce; el balcón de la planta de arriba, ahora abandonado y sin vida; la ventana que daba a la vereda, donde estaba el comedor. Sus recuerdos de aquel lugar eran borrosos, alguna vez había visitado esa casa, pero hacía muchos años ya de eso y la fantasía empezaba a mezclarse con el recuerdo.
Se acercó a la ventana para husmear. Apoyó su frente en la reja, como si fuera una niña otra vez, jugando a los espías. Adentro estaba oscuro, pero al rato sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo ver mejor. Allí estaba Dolly, la madre de Juan Esteban, idéntica a su recuerdo, con su mismo corte de pelo, con un delantal de cocina y una bandeja en brazos. Ella deja la bandeja apoyada en una mesa y se acerca a un viejo sentado en una silla de ruedas que inmutable observa el televisor. Ella lo corre hacia un costado para acomodarlo frente a la mesa. El viejo balbucea una queja que hace que Dolly lo vuelva a su sitio original. Dolly sale por la puerta y vuelve con una mesa plegable. La pone delante de él y trae la bandeja. Acerca un sillón y se sienta a su lado. Le hace una caricia en la cabeza, toma un tenedor y le acerca la comida a la boca. El viejo dice algo. Ágata intenta acercarse más a la ventana para escuchar lo que dicen, pero la reja se lo impide. El viejo levanta la el brazo lentamente y señala la televisión. Dolly sonríe y le da un beso en la mejilla. Toma otra vez comida del plato y se la acerca a la boca.
Ágata se empieza a desesperar por saber más, su frente clavada en la reja empieza a dolerle por la presión, pero no quiere despegarla para no perder la capacidad de luz que ganó al estar tanto tiempo mirando la oscuridad.
Un pibe se detiene al lado de ella y la mira por un momento sin que se dé cuenta.
-          Flaca, no te sobra una moneda.
Ágata se sobresalta y sale ruidosamente de la reja.
-          Eh? No, no tengo.
Vuelva hacia la ventana, pero ahora está Dolly del otro lado mirándola. Cierra la persiana de un golpe. 



16 abr 2011

Capitulo IX: El sexo

Se acomodó el mechón de pelo que caía por su frente y pasó el rímel por sus pestañas. Había buscado cuidadosamente la combinación del cinturón, con los zapatos y la cartera, todo en el mismo tono de rojos. Salió a la calle, paro un taxi y siguió camino a lo de Juan Esteban, que según dijo en el mensaje de texto, la esperaba con la comida. A decir verdad le pareció un tanto desfachatado que si la había invitado a cenar termine siendo en el living de su casa. Por lo general cuando alguien intenta cortejar a su enamorada, suele invitarla a algún sitio exóticos, caro, de lujo, o a un evento extraordinario y no a cenar en el comedor de su casa de soltero, pensó. Quizás estoy teniendo una mala interpretación de sus intereses. Quizás solo quiere hablar de su caso y amablemente me invitó a tener una cena grata en su casa, como lo haría una amiga cualquiera. El tema está en que no es una amiga cualquiera, sino que es un hombre, y por regla general, lo hombres, no tienen amigas mujeres, sino que siempre tienen guardada una segunda intención esperando el mejor momento para sacarla a luz. Esto Ágata ya lo sabía de memoria, por eso le pareció desagradable que la invitara a su casa, sin reparar en que es lo menos galante que puede ofrecer un pretendiente. Ágata pensó que quizás es de esos hombres que esbozan una estrategia tan básica, que pretenden sin mayor complejidad dirigirse a su único objetivo, acostarse con ella sin hacer el menor esfuerzo.
Pensó que sería muy triste si esa es la verdad, pero que en definitiva no le importaba demasiado. Ahora se había adentrado en el personaje y lo único que quería era sacarle la máscara y poner luz al misterio de su verdadera identidad. El taxi ya había entrado en el barrio de Caballito, en dos o tres cuadras tenía que bajar. Se echó perfume y sacó la billetera fucsia que el tipo de remera roja le había devuelto. Recordó la escena de la tarde con rencor.
Juan Esteban la esperaba en su loft impecable. A su alrededor la decoración estrictamente cuidada en tonos blancos, negros y rojos. Delante suyo una mesa del tipo tatami con cuatro rollos de sushi y un vino blanco en la frapera. Ágata sonrió, después de todo no estaba tan mal, pensó.    
Primero hablaron de la lluvia, después de la cultura japonesa, luego pasaron a los temas clásicos de interés general, de los que se hablan en las noticias, intentaron recordar a sus compañeros de la primaria. Pero la tensión sexual que se respiraba en el ambiente no les permitía observarse realmente el uno al otro. Juan Esteban tomó la iniciativa después de unas copas e intentó deslumbrarla haciendo unos origami con unos papeles encerados de colores que tenía preparados para la ocasión. Realmente era bueno haciéndolos, le regaló una rosa con miles de pliegues que a Ágata la conmovió. Luego se acomodaron en el sillón, luego se besaron, luego se miraron profundamente para reconocerse y luego pasaron al encuentro sexual del que ambos tenían la certeza que ocurriría.
Ágata percibía el cuerpo de Juan Esteban sobre el suyo, pero estaba en otro lado. Iba y venía entre el placer y el pensamiento. De pronto se sentía unida a otro ser por medio del placer, y tan pronto se sentía el ser más solitario, sintiendo cada parte de su cuerpo, sumida en un placer interno, imposible de compartir, personal y único. Hasta que Juan Esteban la trae repentinamente otra vez a este mundo, donde el sexo se comparte y no es personal. Le habla, ella responde algo que se queda entre sus labios y vuelve a entrecerrar los ojos. Se enreda en sus pensamientos, de no saber porque está haciendo lo que hace. Vuelve al placer, de sentir el roce de la piel tibia de Juan Esteban. Y así, en un vaivén de sentir y pensar transcurre el encuentro.