16 abr 2011

Capitulo IX: El sexo

Se acomodó el mechón de pelo que caía por su frente y pasó el rímel por sus pestañas. Había buscado cuidadosamente la combinación del cinturón, con los zapatos y la cartera, todo en el mismo tono de rojos. Salió a la calle, paro un taxi y siguió camino a lo de Juan Esteban, que según dijo en el mensaje de texto, la esperaba con la comida. A decir verdad le pareció un tanto desfachatado que si la había invitado a cenar termine siendo en el living de su casa. Por lo general cuando alguien intenta cortejar a su enamorada, suele invitarla a algún sitio exóticos, caro, de lujo, o a un evento extraordinario y no a cenar en el comedor de su casa de soltero, pensó. Quizás estoy teniendo una mala interpretación de sus intereses. Quizás solo quiere hablar de su caso y amablemente me invitó a tener una cena grata en su casa, como lo haría una amiga cualquiera. El tema está en que no es una amiga cualquiera, sino que es un hombre, y por regla general, lo hombres, no tienen amigas mujeres, sino que siempre tienen guardada una segunda intención esperando el mejor momento para sacarla a luz. Esto Ágata ya lo sabía de memoria, por eso le pareció desagradable que la invitara a su casa, sin reparar en que es lo menos galante que puede ofrecer un pretendiente. Ágata pensó que quizás es de esos hombres que esbozan una estrategia tan básica, que pretenden sin mayor complejidad dirigirse a su único objetivo, acostarse con ella sin hacer el menor esfuerzo.
Pensó que sería muy triste si esa es la verdad, pero que en definitiva no le importaba demasiado. Ahora se había adentrado en el personaje y lo único que quería era sacarle la máscara y poner luz al misterio de su verdadera identidad. El taxi ya había entrado en el barrio de Caballito, en dos o tres cuadras tenía que bajar. Se echó perfume y sacó la billetera fucsia que el tipo de remera roja le había devuelto. Recordó la escena de la tarde con rencor.
Juan Esteban la esperaba en su loft impecable. A su alrededor la decoración estrictamente cuidada en tonos blancos, negros y rojos. Delante suyo una mesa del tipo tatami con cuatro rollos de sushi y un vino blanco en la frapera. Ágata sonrió, después de todo no estaba tan mal, pensó.    
Primero hablaron de la lluvia, después de la cultura japonesa, luego pasaron a los temas clásicos de interés general, de los que se hablan en las noticias, intentaron recordar a sus compañeros de la primaria. Pero la tensión sexual que se respiraba en el ambiente no les permitía observarse realmente el uno al otro. Juan Esteban tomó la iniciativa después de unas copas e intentó deslumbrarla haciendo unos origami con unos papeles encerados de colores que tenía preparados para la ocasión. Realmente era bueno haciéndolos, le regaló una rosa con miles de pliegues que a Ágata la conmovió. Luego se acomodaron en el sillón, luego se besaron, luego se miraron profundamente para reconocerse y luego pasaron al encuentro sexual del que ambos tenían la certeza que ocurriría.
Ágata percibía el cuerpo de Juan Esteban sobre el suyo, pero estaba en otro lado. Iba y venía entre el placer y el pensamiento. De pronto se sentía unida a otro ser por medio del placer, y tan pronto se sentía el ser más solitario, sintiendo cada parte de su cuerpo, sumida en un placer interno, imposible de compartir, personal y único. Hasta que Juan Esteban la trae repentinamente otra vez a este mundo, donde el sexo se comparte y no es personal. Le habla, ella responde algo que se queda entre sus labios y vuelve a entrecerrar los ojos. Se enreda en sus pensamientos, de no saber porque está haciendo lo que hace. Vuelve al placer, de sentir el roce de la piel tibia de Juan Esteban. Y así, en un vaivén de sentir y pensar transcurre el encuentro.    



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