Ágata salió temprano del banco con la excusa recurrente de ir al médico. Eran las cuatro cuando cruzó la puerta y esta vez no estaba el tipo de remera roja parado en la esquina. Esto alivianó su paranoia y aprovecho para perderse entre la multitud del microcentro. Sus pensamientos iban y venían vertiginosamente al ritmo del tráfico de la angosta vereda. “Un verdadero narcotraficante no vive en Caballito. Es raro que no quisiera hablar de su madre, me evadió dándome un beso. Me olvidé de hacer el registro de firmas al Sr. Chukosky! Mañana lo llamo. Ernesto me estará exagerando la historia por celos? No sería raro. Debería consultar a la bruja, a ver qué me dice.
Llegaba a la boca del subte y se detuvo de golpe. El de remera roja ahora saltaba garrapiñadas en la esquina de Diagonal Norte. La vio, le hizo un giño y ella como en un acto reflejo se tapó la cabeza con la capucha del piloto.
El subte siguió su curso normal, ella bajo en Bulnes, en el antiguo barrio de su infancia, Palermo. Todo allí estaba lleno de recuerdos, las plazas, los kioscos, cualquier calle tenía una historia con sus compañeros de la primaria. Se acordó de Bianca y cuando empezaron a tomar solas el colectivo que en ese entonces era toda una aventura; de la guerra de frutos que una tarde se desató en la plaza, era todos contra todos con pequeños frutitos rojos del tamaño de una arveja, empezaban a florecer con la llegada de la primavera y los niños depredadores arrasaban con ellos; se recordó de niña decidiendo que ser bailarina cuando sea grande. De pronto las calles se cubrían de nostalgia, de niñez, de sueños antiguos, de vivencias imborrables.
Llegó a la calle Soler, donde antiguamente vivía Juan Esteban, cuando Palermo era otro Palermo, un barrio viejo, de casa bajas. Se encontró sorpresivamente con que la casa seguía existiendo y todavía no se había convertido en un moderno bloque de cemento como la mayoría de los terrenos de aquel barrio. Paró unos segundos para observarla mejor. La puerta de madera pintada de blanco con el cerrojo de bronce; el balcón de la planta de arriba, ahora abandonado y sin vida; la ventana que daba a la vereda, donde estaba el comedor. Sus recuerdos de aquel lugar eran borrosos, alguna vez había visitado esa casa, pero hacía muchos años ya de eso y la fantasía empezaba a mezclarse con el recuerdo.
Se acercó a la ventana para husmear. Apoyó su frente en la reja, como si fuera una niña otra vez, jugando a los espías. Adentro estaba oscuro, pero al rato sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo ver mejor. Allí estaba Dolly, la madre de Juan Esteban, idéntica a su recuerdo, con su mismo corte de pelo, con un delantal de cocina y una bandeja en brazos. Ella deja la bandeja apoyada en una mesa y se acerca a un viejo sentado en una silla de ruedas que inmutable observa el televisor. Ella lo corre hacia un costado para acomodarlo frente a la mesa. El viejo balbucea una queja que hace que Dolly lo vuelva a su sitio original. Dolly sale por la puerta y vuelve con una mesa plegable. La pone delante de él y trae la bandeja. Acerca un sillón y se sienta a su lado. Le hace una caricia en la cabeza, toma un tenedor y le acerca la comida a la boca. El viejo dice algo. Ágata intenta acercarse más a la ventana para escuchar lo que dicen, pero la reja se lo impide. El viejo levanta la el brazo lentamente y señala la televisión. Dolly sonríe y le da un beso en la mejilla. Toma otra vez comida del plato y se la acerca a la boca.
Ágata se empieza a desesperar por saber más, su frente clavada en la reja empieza a dolerle por la presión, pero no quiere despegarla para no perder la capacidad de luz que ganó al estar tanto tiempo mirando la oscuridad.
Un pibe se detiene al lado de ella y la mira por un momento sin que se dé cuenta.
- Flaca, no te sobra una moneda.
Ágata se sobresalta y sale ruidosamente de la reja.
- Eh? No, no tengo.
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