24 nov 2011

Capitulo XVI: La Complicidad

Patricia Fraga tiene 35 años, es muy flaca, rubia y de pelo corto. Es cierto que Ágata la conoce solo de vista y que apenas se cruzan saludo si se topan en el ascensor. En la ciudad la vida es muy individualista, nadie se interesa por el departamento de al lado a menos que haga demasiado ruido o sus vecinos atenten contra las buenas costumbres. Ágata le abrió la puerta por instinto, ese mismo instinto que la llevo siempre a inclinarse en defensa de las mujeres o los desprotegidos. Quizás algo en el rostro de Patricia le trajo recuerdos de su infancia. Ágata la invito a cenar, comieron en el balcón los buñuelos de la abuela mientras Patricia la iba poniendo al tanto de la historia que la atormentaba:
Patricia estaba casada con un policía hacía ya cinco años. Hace siete meses que no viven juntos luego de una sombría separación. Ella decidió irse de la casa después de ver con sus propios ojos como la engañaba. En verdad ella también lo engañaba, esa no era la cuestión de fondo. El amor se había acabado hacia unos años cuando ella perdió un embarazo luego de una golpiza que le dio su marido en un arranque de celos. Ya nada era igual entre ellos, estaban juntos por no estar solos, pero eran dos sombras vagabundas y mezquinas que apenas toleraban roce. Hacían el amor de vez en cuando para sostener entre ellos la parodia del matrimonio, pero no se soportaban. Un día Patricia decidió irse, cansada de mentirse a sí misma y convencida de querer vivir una nueva vida. Armó su bolso y se fue sin despedirse. Se alquiló el departamento en el que vive ahora y empezó a frecuentar nuevas amistades sin saber que el Agente Ramirez, su marido, la estaba siguiendo a todos lados. Hace una semana se lo cruzó en la puerta de la casa y primero amablemente pero después amenazante le ordenó que volviera a su casa. Ella logró escapar de su brazo y subió corriendo a su departamento. Desde ese momento que no sale de la casa porque no quiere verlo.
Patricia lleva a su boca el último buñuelo de su plato “No es que le tenga miedo, solo que no quiero verle la cara nunca más en mi vida, ya no lo quiero.” Y con esa frase concluyó la cena. Ágata tragaba un sorbo de cerveza e intentaba encontrar una solución práctica a aquella escena, pero no era un cuadro clásico el que Patricia le pintaba. “Y cómo pensás hacer? Porque por lo visto, éste no es de los que se da por vencido fácilmente.
Se hizo un silencio momentáneo, como si ambas estuvieran concentradas desarmando una compleja fórmula matemática.       
Patricia: En algún momento se tiene que ir, no se puede quedar a vivir en la puerta del edificio!
Ágata: Si, y en algún momento vos tenés que salir de tu casa…
Patricia: Si, de hecho tengo que ir al banco a sacar plata, porque ya me estoy quedando sin víveres.
Ágata: Y si hablás con un abogado, si le pedís el divorcio?   
Patricia: Que?! Un cuervo?! Ni loca! Además, él no aceptaría. Terminaríamos a las piñas. Yo no lo quiero ver más y punto. No le quiero ver la geta, no lo puedo ni mirar, me repugna. Yo me tengo que ir de acá, me tengo que pegar un viaje y que se olvide de mi carita por un buen tiempo. Hasta que se le cruce otra loca, se enamore y esta historia quede enterrada, como un recuerdo lejano, y ahí sí, si querés hablamos con los cuervos y solucionamos toda la historieta.
Ágata: Y a dónde te irías de viaje?
Patricia: A cualquier lado menos a Misiones! Ahí fue nuestra luna de miel, porque él tiene familia allá, entonces pasamos de visita. Imaginate, de luna de miel y con mis suegros! A quien se le ocurre! Querés que te muestre las fotos? Me las traje, porque después de todo, me daba un poco de nostalgia, esperá que te las traigo.
Ágata: Dale! Yo te traigo las mias de Salta, vos conoces Salta?
Y así avanzó la noche, entre café y fotos viejas. Dos desconocidas que empezaban a conocerse. 


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